29 de octubre de 2012

Ojos de Cielo

Aún puedo ver ese cachito de cielo que era el azul de tus ojos,
aún puedo sentir tu tacto de terciopelo entre mis dedos,
aún puedo escuchar tu ronroneo,
aún puedo olerte con ese aroma tan bonito a lavanda fresca que tenías...

Y es que echo tanto de menos tus ojos de cielo que me duele respirar.

Pero aunque te busco, ya no estás
Siento como si tus patitas fuesen a subir a mi cama, pero me quedo esperando
Tengo la sensación de que estás durmiendo a mi lado, ronroneando, pero estoy sola.

Y es que echo tanto de menos tus ojos de cielo que me duele respirar.

Pero no puedo hundirme en esta amargura, en esta soledad
No puedo esperar que aparezcas otra vez,
que me mordisquees la mano,
que me esperes para ir a dormir,
que me recibas cuando vuelvo a casa...

Y es que echo tanto de menos tus ojos de cielo que me duele respirar.

Porque no te lo mereces, ni yo tampoco
Nos merecemos descansar, y quedarnos en paz a pesar del dolor.

Con lo felices que eramos juntas,
con lo feliz que me has hecho durante esta mitad de mi vida,
con lo feliz que me hacías con tan sólo mirarme,
con tan sólo verme reflejada en ese cachito de cielo que era el azul de tus ojos.

Y es que echo tanto de menos tus ojos de cielo que me duele respirar.

¿Pero sabes una cosa?
Ahora estoy tranquila porque sé que aún sigues a mi lado
Que me vigilas
Que me acompañas
Que me velas
Y que siempre lo harás. Y que además de todo, ahora descansas.

Siempre estaremos juntas porque nunca te olvidaré, mi Gatita.



Dita (11 nov 1998 – 26 oct 2012)

4 de octubre de 2012

Y los sueños, sueños son...

   Noche tras noche, Maya hacía el mismo ritual. Un vaso de agua sobre la mesilla de noche, una tímida luz de velas parpadeando en la profundidad de la habitación y una confortable cama que la esperaba como si fuese el carruaje de la Cenicienta. ¿El rumbo? Sus sueños.

Daba un trago al agua del vaso, se colocaba el antifaz y se tumbaba en la cama, tapándose con las mantas hasta la altura de las orejas para caer en ese perfecto letargo que había deseado durante todo el día.
Poco a poco su mente racional se iba apagando e iba dejando paso a toda serie de imágenes surrealistas, coloridas e incluso a veces bellas. Maya abandonaba cada noche su cuerpo físico para ir a su lugar de descanso, a su retiro, al sitio del cual no querría regresar nunca ni despertar: El mundo de los Sueños.


Su vida real no tenía ya ningún sentido. Ni ambiciones, ni objetivos ni nada a lo cual aferrarse. Ninguna esperanza habitaba ya en su interior. Estaba vacía, sin sentido y sin ser ni sentirse útil desde hacía mucho tiempo. La rutina del día a día la estaba matando lentamente como a una rosa la mata la nieve del crudo invierno.
Encerrada en una vida sin proyectos, sin afectos y sin risas, Maya necesitaba escapar. No tenía futuro ni presente, sólo le quedaban un puñado de recuerdos a los que ya no quería aferrarse más.

La realidad la había condenado a la rutina perpetua... hasta que cerraba los ojos. Cuando dormía, todas esas preocupaciones se iban y dejaban paso a ese otro mundo, a la realidad deseada y creada por ella, al  lugar donde se sentía feliz; al hogar de su alma. 
Este campo de sombras era perfecto puesto que lo había creado ella y sólo ella. En él su vida cobraba sentido, en él hacía lo que quería, en él se sentía cómoda, en él era bella, y feliz.

Cuando comenzó su vida en lo onírico estaba sola, danzando a su libre albedrío, siendo y sintiendo la perfección por cada poro de su piel. Poco a poco fue cambiando pequeños detalles al principio, para continuar haciendo grandes obras. Comenzó cambiando sus clichés, formándose una auto imagen residual idónea en la cual no había lugar para imperfecciones. Tenía el pelo, los ojos, el cuerpo y la sonrisa que siempre había querido.

Incluso, con el tiempo, le salieron colmillos.

En su mundo, solía caminar por un oscuro camino con una estética y un gusto meramente decimonónicos. Siempre estaba atardeciendo, con la luna entrando en acción como si de un cuadro de Friedrich se tratase. Un acantilado al fondo y un castillo medio en ruinas enmarcaban la escena. Las almenas estaban derruidas y los huecos donde en otro tiempo estarían las vidrieras, ahora quedaban abiertos hacia la inmensidad del bosque. Una estancia columnada abierta asomaba en un lateral del castillo, con extraños símbolos ornamentales, trabajados en basto hierro pero con una delicadeza sólo a la altura del alabastro. Un manto de estrellas y rosas silvestres cubrían cielo y tierra rematando ese onírico lugar.

Algunas noches, en vez de caminar, se iba a las ruinas del castillo, a un sótano que aún permanecía cubierto. A él se accedía por una interminable escalera de piedra hasta llegar a una habitación lúgubre, bañada con la luz de unas velas situadas en unos antiquísimos candelabros. Terciopelo rojo y madera negra adornaban tan exquisita estancia. Y libros, montañas de libros.

Aquel era el mundo que ella había creado a su antojo, donde sus gustos, su estética, sus aficiones y hasta sus manías se plasmaban a la perfección en aquella otra realidad.

Pero una noche algo cambió.

Mientras paseaba por el camino del atardecer, pudo divisar al fondo, en el castillo, a una figura masculina con una capa ondeando al viento. ¿Quién era aquel ser? Maya no había creado a nadie más que a ella misma, al menos de un modo consciente (o eso creía).
La joven comenzó a correr a través del bosque cuando de pronto fue consciente de que era un sueño, que podía volar... Como un rayo en mitad de la noche llegó veloz al castillo para descubrir que la silueta divisada segundos atrás había desaparecido sin dejar rastro alguno.

Las noches se sucedieron, y misteriosamente él aparecía en sus sueños, en su mundo perfecto, y desaparecía del mismo modo, sin dar información. Cada vez su presencia era más frecuente,  más deseada por parte de ambos. Se conocían sin haber mediado palabra.

Poco a poco y con el paso del tiempo, comenzaron a acercarse mutuamente hasta llegar a hablarse, a tener una extraña pero bonita relación. Descubrieron que en el mundo de los sueños, cuando dos personas crean paisajes idénticos de iguales características tanto estéticas como sentimentales, automáticamente el destino, los hados, o quien quiera que sea, les unen como si de un vano y absurdo intento de ahorrar espacio se tratase. Ambos se introducen inconsciente el uno en el sueño del otro, a veces con recuerdos, a veces no. Ellos paso a paso fueron recuperando esa memoria perdida. Y se encontraban a gusto en ambos y equidistantes mundos.

Es curioso cómo nuestros protagonistas se reflejan el uno en el otro como dos gotas de agua, exactos, perfectos y complementarios. Estaba escrito que aquello debía suceder, aunque ni ellos mismos lo supiesen.

En lo sucesivo se descubrieron como almas gemelas, a pesar de que ninguno de ellos creía en esas sandeces. Eran felices, se amaban y todo era perfecto... tan solo había un problema:

El momento de despertar.

Cada mañana ambos se hundían en sus tristes vidas, volvían a su repugnante rutina y sólo deseaban que llegase la noche para volver a su hogar de ensueño. Sus mitades nocturnas conversaban sobre qué hacer para estar juntos en ambos sitios, y decidieron intentar buscarse en el mundo real estando despiertos.

Pero la búsqueda no tuvo éxito. Era imposible dado que en sueños no eran capaces de recordar direcciones, números de teléfono, nombres reales o cualquier dato que les sirviera para ponerse en contacto. Cuando despertaban no tenían ninguna información real ni útil el uno del otro.

Tan sólo un rostro, una silueta en la noche.

Así que una tarde cualquiera, ante la desesperación de sus vidas diurnas, ambos decidieron por separado (aunque estaban inexorablemente juntos) eliminar esa parte incómoda de sus vidas llamada realidad y sumirse para siempre en una noche eterna, en un sueño infinito, mudándose así definitivamente y en un camino sin retorno al mundo de los sueños para no volver a despertarse nunca jamás.

Y he aquí que yacen, en sendas camas, con la brisa del otoño agitando las cortinas y la luz de la luna tiñiendo de plata la escena, sobre un lecho de somníferos. Alzando el vuelo juntos hacia un destino común, cogidos de la mano volando hacia un viaje infinito.

El viaje de sus vidas, el viaje de sus sueños.





28 de mayo de 2012

La Rosa de los Vientos

    Cuenta la leyenda que una noche de luna llena a los pies de la Alhambra, una mujer cambió su destino desafiando a la tradición y a los ancestros. La historia que estamos a punto de desvelaros trata de Calipso y su lucha por alcanzar su sueño antes siquiera de saber cual era éste.

Calipso era una mujer de raza gitana, nacida en Las Alpujarras, en plena Sierra Granadina. Sus ojos eran grandes y rasgados, verdes como los campos de olivo de Andalucía, su mirada era infinita, profunda y eterna, y su pelo negro y ensortijado como el azabache más puro.
La escena que vamos a relatar comienza con nuestra protagonista en el Paseo de los Tristes... era una cálida noche de verano y la luna reinaba en el cielo bañando a La Alhambra de unos destellos plateados y dotándola de una magia y encanto especiales. Nuestra gitana bailaba descalza con los sones de una guitarra y una voz rota con sabores añejos. La música que sonaba era tan antigua como el mundo mismo, era el llanto de un pueblo reprimido y castigado durante siglos. Calipso se movía al son del viento, moviendo la cintura y las caderas como pocas personas eran capaces de hacerlo... su ceño se fruncía y sus manos se agitaban Sintiendo cada nota y cada silencio.

Esta estampa sin duda causaba curiosidad en las gentes que por allí pasaban, y se paraban uno tras otro a contemplar tan bello espectáculo. En un determinado momento, un grupo de soldados que paseaban en su día de descanso pasaron por allí y se pararon a ver qué sucedía, a qué venía ese revuelo.
Entre ellos estaba Manuel, un muchacho de apenas 18 años, proveniente de un pequeño pueblo marinero de Cádiz rodeado de marismas. Su propio país le había arrebatado su vida para servir en una guerra que no era suya. Pero allí estaba, haciéndolo lo mejor que podía y que sabía.

Y de pronto sus ojos se clavaron en ella. Y ella dejó de bailar.

La gitana paró con los últimos acordes de la guitarra y alzó la vista sobre la multitud para aterrizar en los ojos negros y profundos de Manuel. Con la respiración agitada aún por la danza, salió del círculo con la excusa de ir a refrescarse con un poco de agua. Sin saber muy bien cómo y por qué, él corrió detrás de ella a una fuente cercana. El sol se posaba para dormir en el perfil majestuoso de La Alhambra y el viento susurraba tenues voces de las conquistas de un pasado musulmán, contando leyendas de cuando Al-Andalus era el centro del mundo.
- Hola gitana guapa, me gustaría tener el privilegio de saber tu nombre para agradecerle a la Virgen de Palomares que estés en este mundo - le inquirió Manuel con cierta timidez.
- ¿Y qué más te da saberlo? ¿Acaso una Rosa con otro nombre no exhalaría el mismo perfume? - contestó ella con un tono hermosamente salvaje, propio de su raza.
- ¡Rosa! Pobrecita mi novia Rosa, hace ya casi dos años que no la veo - pensó él para sus adentros, rememorando amores olvidados y tiempos más felices. - Tu eres más bonita que las flores del campo, y más delicada al mismo tiempo que todas ellas. Sin duda, sabiendo tu nombre conoceré todos los misterios del cielo - susurró él acercándose levemente al oído de la gitana.
- Está bien soldado. Si yo te digo mi nombre, ¿tú qué me das a cambio? - respondió Calipso mientras miraba fijamente el colgante que llevaba al cuello Manuel: una Rosa de los Vientos que según parecía, era de generaciones pasadas... de un valor monetario y sentimental incalculable.
- ¿Mi colgante? ¿Quieres mi Rosa de los Vientos? Es un regalo muy especial, no puedo, no es posible, no pue... - los ojos de la gitana se clavaron en los suyos, haciendo ver otros mundos, otros tiempos y otras historias... Y olvidándose de lo que quería decirle, en un gesto involuntario, se quitó el colgante y se lo dio sin rechistar para descubrir con sorpresa al hacerlo lo que acaba de hacer.
- Calipso, ese es mi nombre - exhaló la gitana con una voz más propia de los árboles con el viento que de un ser humano.
Mientras, en el círculo, la gente volvía a animarse al volver a escuchar los soniquetes y las voces del grupo, que reanudó la actuación improvisada. Y La Alhambra y la Luna bailaron juntas a las orillas del río...

Calipso cogió al soldado de la mano y lo llevó bosque adentro. La Rosa de los Vientos colgaba ahora del cuello de la gitana, y así tendría que ser hasta que llegase su hora final. Allí hablaron durante horas hasta que llegó el primer beso... y así, con los árboles destellando la plata de la luna, las estrellas guiñando sus ojos y el suave ulular del río, se entregaron el uno al otro en una danza sin final hasta la llegada de la aurora.

Desde aquel momento, el soldado no volvió a ser dueño de su alma. Antes su espíritu pertenecía al mar y a las marismas, y ahora pertenecería a la Diosa que los regentaba a ambos: a la gitana Calipso.



El tiempo inexorable pasó, las estaciones cambiaron y el río se congeló. Volvieron a florecer los campos y cayeron de nuevo las hojas... hasta que una tarde, Calipso volvió al Paseo de los Tristes.

De pronto sintió un peso en su cuello. Era Soledad, el fruto de aquella noche de verano con Manuel, de la que hacía ya un año y medio. Soledad era una preciosa niña, rubia como las candelas y con una mirada viva pero negra, como los ojos de su padre. El peso que sintió Calipso no era más que la niña tirando de su colgante, de la Rosa de los Vientos que el soldado le dio (o ella le arrebató) aquella noche. ¿O tal vez era algo más? La gitana echó la vista atrás y recordó los tiempos de desdicha y deshonra que llegaron tras la partida de Manuel. Su familia la repudió por quedarse en cinta de un hombre desconocido, de fuera de su clan, y que encima ni sabía de dichos acontecimientos. Calipso estaba sola con su hija, repudiada, triste y amargada, y entonces entendió que la niña le estaba intentando abrir los ojos.

Había llegado el momento de ponerse en marcha e ir a buscar esos ojos negros...

A la mañana siguiente Calipso cogió a su hija tras hacer una pequeña maleta con sus pertenencias y dejó Granada poniendo rumbo a aquel pueblito gaditano, a su destino, a su futuro, enfrentándolo con la cabeza bien alta, fuera cual fuese la respuesta.

Pero aquella mañana el cielo de Cádiz era gris y hacía un viento muy incómodo. Rosa corría como cada día hacía el monte más alto del pueblo para esperar a que llegara su novio de la guerra. Llevaba tres años subiendo allí cada mañana, y tres años también volviendo sola y rota por dentro tras esperar todo el día junto a aquel árbol y junto a aquel rosal.
- Virgencita, tráemelo de vuelta sano y salvo. Esta angustia me está matando. Y protégele con mi Rosa de los Vientos, enséñale el rumbo a casa, ayúdale a volver conmigo para que nos podamos casar y formar una familia - gritó Rosa mirando desesperada al cielo hostil.
Bajó la vista al suelo con lágrimas en los ojos y de pronto, el milagro ocurrió. A lo lejos, una silueta andaba con paso cansado pero decidido por el camino de entrada al pueblo. ¡Era él! ¡Manuel había vuelto a casa! Rosa corrió ladera abajo como un potro desbocado hasta caer bruscamente en los brazos de su soldado.

Al abrazarlo sintió un quejido frío y seco que le rasgó el alma en dos.

Rosa le abrazaba, le besaba las manos, los pies, la cara... era como un sueño del que no quería despertar. Le miraba a los ojos pero no encontraba aquel muchacho que marchó hacia la guerra hacía ahora tres años. Lo achacó a los horrores que habría tenido que ver durante ese tiempo, sin saber que aquella idea estaba muy lejos de la realidad.
- Rosa, cuánto me alegro de verte, pero estoy muy cansado y necesito ver a mi familia, a mis padres y a mis hermanos. Vayámonos para el pueblo y mañana te cuento todas mis aventuras, algunas dulces y otras muy amargas, que he vivido en esta pesadilla que ha sido la guerra - dijo él.
Ella asintió con la cabeza mientras reparaba una ausencia en el pecho de su novio: el colgante no estaba. Aún así prefirió no preguntar. - Lo habrá perdido en la guerra, no quiero recordarle ninguna atrocidad pasada - pensó Rosa para sí misma.

Durante dos días y dos noches, Manuel relató a su novia y a su familia todas las barbaridades que había vivido... A kilómetros de distancia, Calipso avanzaba con paso seguro por la geografía andaluza camino de un encuentro que Manuel ni siquiera era capaz de imaginar.

La gitana cruzó montañas y ríos, de día y de noche, a pie y a caballo, hasta que al tercer día, llegó a las marismas. Había encontrado el pueblo de Manuel. Preguntó a los vecinos hasta encontrar su casa, y se plantó delante de la puerta, con su hija Soledad en brazos envuelta en un pañuelo. Estaba petrificada. No es fácil darle la cara a tu destino.

Pero de repente escuchó la voz de una señora desde dentro de la casa - ¿Quién anda ahí? - dijo.
Aterrorizada por el miedo, Calipso dio un paso al frente entrando de lleno en la casa para encontrarse con una mujer que la miraba como si supiera todo lo que a continuación iba a pasar.
- Siéntate y cuéntame quién eres, y a qué vienes - dijo la mujer con un tono templado y profundo.
La gitana rompió a llorar, la mujer se acercó y le acarició la espalda para tranquilizarla, y cuando lo hubo hecho, Calipso le contó toda la historia. Aquella mujer era la madre de Manuel, la abuela de Soledad.
- Desde el primer momento que mi hijo pisó esta casa, supe que no era el mismo que se había ido hace tres años. Todos lo achacaban a la guerra, pero yo sabía que no era así... sus ojos reflejaban otros ojos y no eran los de Rosa. Su colgante ya no estaba y él estaba preso de un secreto incapaz de desvelar: un secreto de amor. Ahora sé que ese amor eres tú. Y además vienes con un regalo de niña en tu regazo.
Vienes con tu Soledad para enfrentarte a tu destino.

La gitana estaba más aliviada al ver la comprensión de aquella mujer, y juntas urdieron un plan para cuando llegara Manuel.
Pero el destino, que a veces es muy malévolo, hizo que aquella tarde Manuel no volviese a casa solo, sino con su novia Rosa. Entraron en la casa, y fue entonces cuando el soldado vio a la niña...
- Mamá, ¿quién es esta niña? Es la niña más bonita que he visto en mi vida. ¡Qué ojos! - pronunció Manuel inocente.
- Sus ojos te son familiares, ¿verdad? ¿Acaso no los has visto antes? - contestó su madre mientras giraba la cabeza para llamar a la gitana y que ésta saliese de la habitación donde se había escondido.
- ¡Calipso! - gritó incrédulo el soldado sin dar crédito a lo que estaba viendo.
Los segundos pasaron como si fueran horas. Manuel entendió lo que estaba pasando y en cierto modo se alegró, pero Rosa estaba allí, cogida aún de su mano. Entonces la miró, sin atrever a pronunciar palabra.
Rosa al principio no entendía nada, hasta que se fijó en la escena y la analizó rápidamente en su cabeza. Vio como aquella bruja gitana, de cuyo cuello colgaba la Rosa de los Vientos, miraba a su novio, vio los ojos chispeantes de Manuel, aquellos que un día la miraban a ella y que ahora miraban a otra. Vio a la niña, al fruto y confirmación de todo aquello... y entonces soltó la mano del soldado, y dio un paso atrás rompiendo a llorar desconsoladamente.

Tras unos instantes eternos, Rosa carraspeó y dijo con un fino hilo de voz:
- Los caminos del Señor son inescrutables. Aquella mañana que te vi partir hace tres años supe que nunca volverías a ser mío. Creía que sería la guerra la que te arrebataría de mis brazos, pero no ha sido así. De todos modos, no me equivoqué. Esta semana cuando te vi volver, quise creer que estaba equivocada, que la vida me había dado una segunda oportunidad, que el destino te había devuelto a mí y que seríamos felices juntos. Hasta que vi tu cara y miré tus ojos... ya no quedaba nada de aquel que marchó - dijo Rosa, haciendo una pausa acto seguido que pareció toda una vida - No puedo luchar contra esto. Ella te pertenece y tú le perteneces a ella. Vuestro amor ha dado fruto y ahora tenéis que andar juntos hacia la eternidad. No quiero que digáis ni una sola palabra. Ahora me voy a marchar y nunca más volveréis a saber de mí.
Rosa se dio la vuelta cabizbaja, con los ojos inundados de lágrimas, y salió de la casa. Anduvo y anduvo hasta salir del pueblo. Llegó al árbol del monte más alto del pueblo donde un día imploraba a la Virgen por su amado, llegó al rosal que había bajo sus ramas y allí se durmió para nunca más despertar. Era una cálida noche de verano, la luna bañaba el monte y teñía el pueblo de plata...

   Cuenta la leyenda que cada año, en el aniversario de ese día, aquel rosal amanece cubierto de gotas de rocío, que no son más que las lágrimas que Rosa vertió por su amado hasta desvanecerse en la noche de los tiempos.




-.Basado en hechos reales.-

16 de enero de 2012

La Lucha II

   Las garras del licántropo presionaban el cuello de Mina con una fuerza rara vez vista con anterioridad, lo cual hacía que nuestra protagonista se fuese quedando sin respiración y entrando en una especie de trance onírico, provocado tal vez por la falta de oxígeno.
En este trance volvió al epicentro de su locura, al corazón de sus recuerdos... pero en esta ocasión, algo había cambiado.
- ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo? - le susurró Nuth saliendo de entre la maleza oscura del bosque. - No puedes rendirte ahora, ya has andado un camino muy largo y aun te queda mucho por recorrer, estás en la flor de la vida... ¿vas a tirar la toalla como si estuvieses en el ocaso de tu existencia? Mientras yo esté aquí, desde luego que no.
Nuth era una de las personas más especiales para Mina, era aquella que la había visto nacer, aquella que la alimentó y enseñó la cara amable de las cosas, aquella con la que había compartido mil y una aventuras...

Nuth era su Guía, era el ama de llaves de sus recuerdos.

Era un ser pequeño, pizpireto y adorable. Siempre llevaba una mochila llena de recuerdos, algunos menos bellos que otros, pero tenía un arma muy poderosa, que la convertía en un ser mágico y letal:

Su Sonrisa.

Desde pequeña Mina había confiado en ella, había seguido sus consejos y cuentan que a veces no necesitaban ni hablarse, puesto que con una sonrisa de Nuth, Mina podía comprenderlo todo.
- Nuth, ya no puedo más... no tengo fuerzas, ya no puedo seguir luchando. Estoy exhausta - replicó Mina con un hilo de voz. - Quiero volver a casa.

- Me dan igual tus pataleos y tus llantos - inquirió Nuth. - Sabes muy bien quién eres y cual es tu misión. Yo seria feliz de verte de nuevo con nosotros, poder lavar tus heridas y enjugar tus lágrimas... pero ese no es tu destino. No voy a aceptar excusas, no puedo permitir que te rindas, así que respira hondo, toma impulso, levántate y mira a los ojos de la bestia. Tu puedes vencerle, y sé que lo harás.
Está escrito en las estrellas.

Mina miró a Nuth, entró en el fondo de sus ojos y vio que todo aquello que le decía era cierto... no podía rendirse ahora, no podía echarse atrás...

A través de esos ojos Mina recuperó la conciencia y volvió a la realidad; pero esta vez no era la pobre desvalida de hacía unas horas... ahora su mirada era más poderosa, reflejaba el fuego que ardía de nuevo en sus entrañas. Sus colmillos destellaban, afilados como espadas, y sus garras crecían cada vez más, volviéndose sables asesinos.

Tomó impulsó y dio un manotazo al rostro del licántropo, el cual se sorprendió porque ya casi la daba por muerta. Se puso en pie, le miró fijamente y le dijo:
- Prepárate a morir... tengo que seguir mi camino y no puedo entretenerme con nimiedades como tú.
Nuestra valquiria-vampiro pegó un salto sobre la bestia, clavó sus garras en los hombros y atravesó su cuello con sus colmillos, succionando hasta la última gota de sangre de tan esperpéntico animal.

Mina se encontraba de nuevo en pie, había saciado su sed, matado a la bestia, y recuperado las ganas de seguir avanzando, pero... ¿cual sería su próximo destino?

El camino no había hecho más que empezar y ella estaba entusiasmada.